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sábado, 25 de junio de 2016

Cautiverio


   Tuvo que pasar un año. Un año para darme cuenta; para aceptarlo; para dejar de escuchas sus notas de voz y dejar de leer lo que escribía para mí. Un año para dejar de preguntarme todas las noches qué había cambiado. Si esto era real. Un año para dejar de engañarme y aceptar que por fin estaba solo en este mundo. Finalmente, caminaba solo.

   Seis meses más tarde, conocí a alguien. Una joven que, al parecer, le resultaba fascinante la manera en que agrupaba las letras y creaba poesía, versos, prosas... Eso la atrajo, pero yo no recuerdo el color de sus ojos ni la forma de sus labios. Ni siquiera levanté la mirada.

   Un año después, volví a leer ese cuento de Ray Bradbury. Escuchaba las canciones que me hacían pensar en ella. Nunca dejé de escribir. Mis textos cambiaron; mi técnica, mi léxico... como si a Rimbaud nunca lo hubieran sodomizado. Leía una y otra vez, con cierto intervalo, ese texto que me había escrito. No tenía dónde más apoyarme. Ella quería que me cayera, una y otra vez, que se me cerraran todas las puertas y que siempre fuera a ese bar. Quería que siempre me levantara de nuevo, que abriera todas las ventanas en busca de nuevas oportunidades y que siempre fuera a ese bar con la excusa de contar algo. Quería que los tuviese bien puestos para hacer eso que tarde o temprano todos volvemos a hacer: confiar.

   Cuatro años después de su partida, volví a hacerlo. Me abrí de nuevo y confié. Conocí a esa persona que había conocido repetidas veces en el pasado, con otros nombres, otros cuerpos y otras formas de ser. Conocí a mi salvadora. La persona que me ayudaría de ahora en más; que me confirió esa responsabilidad que siempre quise: ser padre. Sin embargo, no sabía de su existencia. De hecho, la nombré contadas veces, omitiendo la historia que había detrás junto a esos años en cautiverio. Atrapado. 

   Poco a poco fui olvidando cómo lucía. Tenía que mirar fotos de ella en mi celular o la computadora. Entonces tenía momentos de lucidez. Recordaba la época en que se tomaron, su sonrisa, mejillas y muecas. Era como ese cuento de Ray Bradbury, donde el protagonista reencuentra a su examor en la playa muchos años más tarde, pero sabe que no es real. Creo que en ese tiempo yo tampoco me sentía real. 

   Ocho años después, ya estaba casado. Me casé con mi salvadora, con quien tuve dos hijos. Dos preciosos hijos. Sin embargo, imaginaba que serían distintos. Loira debía tener melena castaña y mejillas rojas; Nicolás debía tener mis hoyuelos y su nariz. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía feliz. Me sentía bien otra vez, mi consciencia estaba tranquila. Pero habían momentos, casi a diario, en los que algo me alejaba de esa felicidad y me recordaba que era solo una escena, pues la obra tenía otro matiz. 

   De repente volvían a mi memoria los últimos días de clases. Yo tenía un amigo cercano llamado Jesús; muy simpático, reservado en ocasiones. Él sería el concepto perfecto de un rompecabezas. Junto a él, mis últimos meses de educación obligatoria fueron los más icónicos. Competíamos para saber quién era mejor escritor, creábamos guiones cinematográficos o a veces él dibujaba los conceptos de las ideas que yo tenía. Aún conservo ese dibujo que hizo en uno de mis cuadernos mientras le narraba una posible historia. Era un hombre subiendo unas escaleras, con los brazos en sus bolsillos, mientras que debajo de la escalera, su reflejo la subía hacia el lado opuesto. Como una doble realidad. Cuando observo esos viejos trazos, no puedo evitar pensar en Jesús como un vidente. Él predijo, de alguna forma, en lo que me convertiría: un hombre inexpresivo, que sube las escaleras ajeno a su éxito. Un hombre cuyas cicatrices nunca pudieron sanar. Y jamás lo harían. 

   Hoy es 5 de abril del año 2025; en la madrugada se cumplieron 10 años de su muerte. A veces pienso que debería ponerme de rodillas, hasta que mis huesos se malgasten y las bolsas de líquido se rompan; hasta que los tendones se desgasten por llevar la carga de mis hombros. A veces me canso de tener que esconderme para que mis hijos no me vean llorar; para que mi esposa no se preocupe tanto por mí y para que nunca sepa esta historia. A veces me canso de pensar que por fin lo superé y seguí adelante, pero todos los días inevitablemente pienso en ella. Siempre termino leyendo lo que me escribía, escucho sus viejas notas de voz imaginando cómo hablaría ahora; como se vería; si me perdonaría... por esas veces que no supe entender sus silencios ni apreciar lo que hacía por mí. Todo lo que sacrificó y sufrió. A veces me pregunto si aun pasando los años, ella seguirá igual. Si será la niña en la playa, si será el koala que estaría siempre junto a la serpiente. 

   A veces me levanto por las tardes, oliendo los últimos vestigios de perfume que mi esposa deja en la habitación, me siento en mi cama rodeado de las sábanas, y veo televisión. Solo veo televisión. 



- El misántropo autor. 



lunes, 29 de febrero de 2016

Cómo ganar un Oscar en 8 pasos


   Porque cuando haces papeles protagónicos en filmes complejos en los que debes meterte en la matriz del sueño dentro de un sueño, o ser un multimillonario perseguido por el FBI que viaja de Suiza a Mónaco y de regreso a Nueva York con 20 millones pegados al culo, la siempre justa Academia decide pasar de ti.

   Pero cuando eres un cazador y recolector de pieles viola-indígenas que nada en las aguas heladas del río Misuri y pelea con osos, oh ¡Santas Pascuas! Tu producción gana los 12 premios para los que fue nominado más una rusa de Sara Jay.


   Quizá el comprar los derechos de una novela que ni el autor de la misma conocía, aplazar la producción por más de 10 años y cambiar los roles, añadiendo detalles como filmar en Tierra del Fuego, Valle de Bow o una reserva de indígenas en Canadá, sean la fórmula para una película que haga que hasta los desafortunados ganen.  

Tori Black sosteniendo más premios que The Revenant y todo su elenco
   De cualquier forma, aquí te voy a hacer una lista muy precisa, para que tú también puedas ganar un premio Oscar en 8 simples pasos (tan simples que hasta DiCaprio pudo):


1) Déjate crecer la barba al estilo musulmán. Si es posible, que tu bigote se unifique como un candado a la maraña de pelo que tendrás en la barbilla. Además, debes ser rubio o castaño claro, tener el cabello lacio o templado y dejártelo crecer hasta parecer Alexi Laiho (vocalista de Children of Bodom).

2) Asegúrate una reputación como actor (o actriz). Sé el/la protagonista de éxitos taquilleros que seguramente lo ganarán todo y romperán records. Pero cuidado, asegúrate que de las 10 películas en las que participes, no ganes ni un caramelo en 9 y en la última, solo en la última, cierra ortos.

3) Ten los ojos claros. Azules, de preferencia.

4) Ten en cuenta lo siguiente: la Academia no se fijará en cómo actúes. Se fijará en tu nombre, en el personaje que encarnes y si este es un tipo rudo que ha pasado por una desgracia y ha violado a alguien de otra raza. Y si el resultado de esto último es un joven con complejo de Edipo y quemaduras en la cara, ¡mucho mejor! Así que despreocúpate. No hace falta que hables mucho, mientras lances alaridos de dolor tras ataques mortales de osos, caídas de precipicios y flechazos de indios, les habrás llegado.

5) Siempre ten en cuenta que las habilidades o cualidades especiales en un protagonista hace que empaticemos más con él o ella (esto en la literatura, el cine, los trailers de Anal Overdose, etc). Así que o aprendes una lengua indígena, te repones de situaciones y heridas que ni Wolverine podría, te haces experto en anatomía animal para idearte una tienda con la piel de un caballo, o mejor rechaza el papel. 

Cuando por fin consigues la estatuilla tras 25 años de carrera

6) Es muy importante aprender a montar, cazar, disparar, nadar o hacer a la perfección cualquier actividad que tu papel requiera. ¿Eres un taxista? Debes conducir, fumar, ser obeso, tener bigote. ¿Eres un trampista? Pues imprescindiblemente necesitas desarrollar anticuerpos que te permitan arrastrarte por media Dakota esquivando enfermedades, enemigos, bestias, el hambre…

7) Ten una cuenta oficial (verificada) en Twitter con al menos 14 millones de seguidores. Que en tu foto de perfil parezca que estés en el debate presidencial refutándole a Donald Trump y en tu descripción recalca que eres un luchador por el ambiente y la naturaleza. La clave está, como bien digo en otros puntos, en la empatía.

8) La banda sonora y los efectos del filme que protagonices han de ser magistrales. ¡No! Han de ser piezas que hagan sentir a Ennio Morricone como compositor de jingles para comerciales de cereal. La ambientación debe ser muy paisajística, muy abierta y viva, con cambios climáticos constantes.


   Todos los pasos, incluyendo los detalles o extras, deben seguirse al pie de la letra sin importar la temática o el contexto del filme en cuestión. La Academia tiene un rango de apreciación media equivalente a la de un niño sordo escuchando Black Metal; no le prestarán atención a tu actuación y aun así: ganarás. Suerte. 


¡Spotlight o Mad Max, Sataaaaaan!


- El misántropo autor.

Twitter: @AmanteDeLaPluma


sábado, 2 de enero de 2016

Yo odiaba a mi maestra


   Aún recuerdo (porque mi cerebro siempre ha sido como una esponja) cuando una de mis maestras de primaria me lavó la boca con agua y jabón por decir malas palabras. En verdad pasó; una gorda con cabello postizo que era mala leche con los alumnos aplicados y le encendía los porros de papel a los que fumaban en una esquina.

   Cursaba segundo de primaria cuando, aquella maestra general que tuvimos, me escuchó insultar a un cabeza de huevo en plena clase y se alteró, orgasmeó, farfulló descontroladamente porque un pequeñito le dijo "eres un maricón" a alguien que se lo merecía. Se alteró al ver el concepto de jus-ti-cia plasmado en una escena cotidiana. 


   De inmediato me nombró y me hizo salir de clase, afuera me llevó junto a una de las señoras de limpieza y le contó lo que había pasado; la vieja señora de limpieza, con guantes de latex y arrugas en los dientes se sorprendió y dijo con ironía algo como: "¡Ahhhh, qué bien! ¡Qué maravilla! ¿Y qué hacemos?", a lo que la maestra respondió: "Lávele la boca con jabón, a ver si se le quita esa maña... ¡qué es eso de estar diciendo groserías!"


   La señora de limpieza, en el apogeo de sus 50 años y ostentando un sobrepeso abrumador, me tomó fuerte del brazo y me condujo a un baño junto a una botella de jabón líquido de color verde (lo recuerdo perfecto) y una esponja. Una vez allí, me tomó de la nuca y me hizo abrir la boca para echar jabón en mi lengua y luego mojar la esponja en agua... me cepilló toda la boca con esa mierda.

   Esto podría ser una anécdota divertida hoy en día, pero yo escojo recordarla con amargura y cólera a reventar. Como si imponer un castigo de la vieja escuela en ese tiempo hubiera servido de algo, ya que hoy por hoy me dedico a insultar todo lo que no va con mi manera de ser, así que buena esa, profe. 

   Después de ese incidente con el jabón, todos mis compañeros se empezaron a burlar y no pararían hasta 4 años más tarde cuando por fin me gradué de primaria. Pero mi historia con el bullying empezó un poco antes, cuando nací, básicamente. Estaba destinado a ser un luchador por los derechos del hombre, de los heterosexuales y de las abortistas. Y hoy miro aquel incidente que de alguna forma me marcó y pienso "qué par de viejas más hijueputas".


— El misántropo autor