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jueves, 16 de octubre de 2014

Belonefobia: ¡superada!


   Para que sepan algo nuevo de este servidor, soy belonefóbico. O, mejor dicho, era. Esta fobia la adquirí siendo muy, muy pequeño. La historia es la siguiente:

Cuando nací, se pensó que iba a padecer de diabetes en algún momento de mi vida, posiblemente siendo un niño. Esto es gracias a que la familia de mi padre (y él también) la posee como enfermedad hereditaria. Mis tíos, mi abuela, mi hermano mayor... Siempre han sido enemigos jurados del azúcar, ¡pero cómo les encanta caer en la tentación, además! 
Pues parecer ser (por lo que mis padres cuentan, ya que yo no recuerdo) que siendo muy niño visitaba los laboratorios, me sentaban, y una ardiente enfermera extraía sangre de mí. Constantemente. Con ella hicieron todo tipo de análisis, y aunque yo corrí la enorme suerte de jamás presentar signos reales de diabetes, los doctores recomendaron a mis padres que el consumo de azúcar me fuera prohibido. Recuerdo que siendo un poco más grande, mi madre me daba galletas y chocolates sin azúcar cada vez que me invitaban a una fiesta, para que no consumiera los dulces que en ellas yacían. Tampoco me dejaban tomar bebidas carbonatadas con azúcar (refrescos). Pero llegó un momento de mi niñez en que ellos se cansaron y dejaron de prestarle mucha atención a eso. Sabían que no tenía nada, pero guiándome por el historial familiar, aparte de la diabetes, soy propenso a padecer otras dolencias. Desde malestares gástricos, hasta infartos. 
A medida que iba creciendo, cada cierto tiempo (una vez al año) debía visitar un nuevo laboratorio médico para que tomaran una muestra de sangre, como toda persona normal debe hacerlo de vez en cuando, solo para comprobar su salud. Resulta que yo me ponía a llorar y patalear, armaba grandes berrinches, me desesperaba. Recuerdo una vez en específico; se trataba de un análisis completo, a base de mi sangre, claro. Primero me la extrajeron una vez, luego me dieron una taza con una bebida de sabor tenue a mandarina, pero sabía realmente mal. Debía tomarla y esperar quizá unos 20 minutos, para volver a entrar y que me extrajeran en el otro brazo. Yo no tenía idea de que lo harían una segunda vez... y de verdad enloquecí. Después de eso, recuerdo unas dos o tres veces más en los que tuve que pasar por análisis. Siempre les tuve un miedo casi insano, hasta hace poquísimo.


Esto es tener cojones
   A ver, aclaremos. No le temo a la sangre, o a las heridas. Tampoco a las tijeras, cuchillos u otros objetos punzocortantes. Mi temor reside principalmente en los pensamientos que se ciernen alrededor de la idea de que entierren una aguja en mi brazo; sentirla dentro de mí, tener que aguantar esos caóticos segundos en los que me nublo. Desde el momento que me dan la noticia de que me harán un chequeo, todo se pone en blanco, por así decirlo. Mi mente no para de darle vueltas a eso, y cuando el momento llega, es la peor parte. Me pongo nervioso, tiemblo sin darme cuenta (sobre todo mi mandíbula, tiembla mucho). No importa de lo que me hablen o con quién esté, no estoy realmente tranquilo hasta haber sobrevivido. 

   Hay gente que me dice que es una estupidez, algo infantil. Que por temerle a las jeringas soy un cobarde, un llorón, un niño pequeño y asustado por cosas simples. Yo simplemente pienso: un miedo profundo, una cicatriz psicológica, una fobia... no es algo simple ni estúpido, y mucho menos se debe tomar con comentarios como esos. Todos le tememos a algo, sin importar qué cosa, sigue siendo un miedo. Ante todo, yo siempre he sido respetuoso con los miedos de los demás y, si está dentro de mi potestad, he intentado ayudar a algunas personas a superarlos. Pero con los años, nunca he recibido un comentario realmente alentador para superar la belonefobia. Ni de mis padres, amigos, amigos cercanos o parejas. Vamos, ni siquiera de algún doctor. De hecho, muchas han sido las burlas. Llegó un punto en el que me cansé de ser perseguido por las risas, y estoy seguro de que es una razón más. Una razón más para finalmente haber conseguido las agallas y enfrentarme yo solo a lo que me reducía mentalmente. Ahora sí puedo decir que es una tontería eso de hacerse análisis de sangre. Quiero compartirles mi triunfo con mayor número de detalles, atentos:

Puedo ver este tipo de imágenes, pero de a cortos intervalos de tiempo.
 
   Hace poco he enfermado. Cogí un virus que, si bien se venía formando hace tiempo en mí, ahora ha decidido estallar. Me ha provocado fiebre que a veces sube y a veces baja, fuertes congestiones en la nariz, oídos, dolor de garganta y tos. El día 15 de octubre, fui a un médico otorrino (otorrinolaringología), la cual me hizo pasar de su pequeño despacho (un escritorio con una computadora y, detrás, un estante con libros) hasta una silla situada al lado de una mesa con objetos. Me revisó los oídos, las fosas nasales y la garganta. Al ver mis dos fosas nasales se impactó un poco, pues parece que la congestión ha venido inflamando los cornetes, causando que cuando tenga gripe, se tape aún más todo. El virus anteriormente dicho es lo que genera la fiebre, y produce tanto moco que me tapa los oídos, me hace doler la garganta, entre otras cosas. El caso es que poco antes de regresar a su despacho para recetarme medicamentos, la doctora nos dijo a mi madre y a mí estas mismas palabras: "... pero sí voy a requerir que se haga un examen de sangre. Una hematología completa, para saber si lo que causa el malestar es algo viral o bacterial..."

   Sinceramente, cuando moduló sin mucha prisa la palabra examen, de inmediato me ausenté de la realidad. Estaba sentado frente a ella, mientras explicaba cómo sería el tratamiento y por cuánto tiempo, pero si no fuera porque mi madre estaba al lado, no sabría ni qué comprar. No escuchaba, solo le daba vueltas al asunto pero, increíblemente, sin la presencia de los característicos nervios. En ningún momento el pánico o la desesperación me invadieron. Es más, cuando salí de la consulta y me dirigía al laboratorio para hacérmelo, decidí ir al baño y mirarme en el espejo unos momentos. Lo ansiaba en el fondo; ansiaba tener la oportunidad de plantarle cara a mi miedo. Pensé que ya era hora, que ya había pasado por tanto desde la última vez, y había crecido mucho en todo sentido. Vamos, que el máximo gobernante de un mundo de fantasías no puede huir de una agujita habiéndose enfrentado a enemigos y criaturas terribles, realmente intimidantes. Mis propios demonios, yo mismo, a eso me refiero. Bien resuelto, salí al laboratorio, me pasaron rápido. Al verla acercarse a mi vena, respiré hondo, contuve, desvié la mirada e imaginé lo condenadamente hermosa que se vería aquella enfermera sentada en mis piernas. No duró más de 15 segundos, mi madre me miraba desde fuera del cuartito. Por un momento quería gritar, sentía la punta dentro de mi, pero dejé mi brazo quieto, apretando el puño. Creo que no pensé en nada durante esos segundos, ni en el dolor siquiera. Al acabar, no salía de mi asombro: soporté un análisis de sangre sin patalear, gritar, moverme o casi desmayarme. 

  Está bien, véanlo como una tontería, pero ha sido todo un logro personal. Superé mi belonefobia, no dejo de sentirme orgulloso. Cuántos quisieran vencer sus propios miedos, pero están faltos de fuerza de voluntad... Soy muy afortunado. Y la mayor alegría vino luego, al saber que me encuentro, si no perfectamente, sí lo suficientemente bien. Dejé atrás eso que me despojaba de toda imagen de honor y valentía que infundía normalmente. Simplemente, ya no le temo a nada.


- El misántropo autor